martes, 28 de diciembre de 2010

Te empeñaste en parar a desayunar

Te empeñaste en que parásemos a desayunar en aquel sitio.
Te advertí que era un oasis, que no tendrían huevos fritos.
Y tú querías tortitas.
Tú, que andas siempre con la calculadora en la mano sumando calorías.
Y ahora me sales con que quieres tortitas, con chocolate negro y nata, también con nata.
Por eso hemos parado en este parking.
Ya verás cuando entremos y te des cuenta de que es un oasis,
un agujero de gusano de nuestra memoria.
Lo imaginamos, una vez, o lo vimos, en un cuadro quizá, o en una postal.
Pero sabes que según te aferres al tirador de la puerta
hará ¡plop! y se replegará sobre sí mismo,
con todo, con sus cristaleras y sus sofas de skai rojo
y sus tortitas y te quedarás agarrada a un puñado de aire.
Sabes cómo son los sitios de carretera por aquí.
No te puedes fiar.
Sí, aunque quieras desayunar.
Pero si te empeñas paramos.
No quiero que después de me digas que no desayunaste porque yo no quise parar.
Ya verás. ¡Plop! Y será una nube, de pronto. No es la primera vez que nos pasa.
¿Recuerdas aquella vez?
Yo quería una cerveza y por poco no nos engulle también a nosotros.
Saltamos a tiempo. Acuérdate de soltar el tirador o te llevará sobre sí mismo.
Acuérdate. Ya vamos tarde.
Y eso nos complicaría demasiado las cosas.

sábado, 25 de diciembre de 2010

Mañana prometo no beber

Me dijiste tu nombre
remarcando la parte
en asonante
y avisando, más de dos veces,
que no valían los diminutivos.
Los mismo hubiera dado esta tarde de domingo,
que le invento tres rimas consonantes,
y una final de cuento en
que me sigues, sin saberlo, hasta el abismo.
Son las nueve de un domingo tembloroso,
cuando corrijo cien veces
lo que escribo.
Y esta vez, no te equivoques,
sé lo que no digo,
aunque mis dedos se empeñen
en inventar idiomas
y el cardiograma rojo
del programa
se esfuerce en recordarme
que no existen nombres
que empiecen por uvesdobles.
Otra vez hipoteco la neurona,
en el sudoku trucado de la suerte.
Y en un sueño, reincidente,
puesto a enfriar en una nevera que responde a mis impulsos.
Aquí estoy, para salvar las cartas del naufragio,
para ver por la ventana el cielo blanco del mañana,
asomando a esta pantalla.
Por inventar.
Para saltar de la rutina,
de este amor doméstico, café descafeinado,
pensado que atravieso el Madrid gris
de una tarde de otoño
desnortado. Y vale cualquier día
del calendario de noviembre.
Esta es la venganza de mis dedos,
que se lanzan a impulsos
que antes hubiera controlado,
a inventar escenas sin sentido, vidas ajenas,
historias de novelas no leídas,
canciones escuchadas sólo de oídas,
mundos imaginarios,
noches sin una.
Y mañana, otra vez,
la misma resaca puñetera se reirá
de lo que ahora escribo.
Si consigo, con este pulso tabernario,
terminar, aunque todo sea mentira,
incluso que aquí estoy,
o que mañana prometo no beber.

lunes, 20 de diciembre de 2010

No debieron hacerlo

No hubiera sido lo mismo la historia de ese tipo
sin los dos años de cárcel, la pistola,
el coche y aquella tienda.
Tampoco en la otra esquina
sin aquellos hombros blandos,
los ojos dóciles
y ese séquito de blancos cantarines.
No eran el mismo hombre. Años luz. La misma ciudad.
Otros planetas.
Uno surcaba el aire con pinceles y
el otro tallaba piedras a mordiscos.
Si se miraron junto a aquel tipo bajito que les juntó las manos
fue un error, un accidente.
Pudieron evitarlo como tantas otras veces.
No lo hicieron.
Un segundo mal contado,
una reacción inoportuna,
un colapso en el pulso, repentino.
La alarma de incendios.
Llamadlo como queráis.
No debieron hacerlo.
Y lo sabían.
Qué vieron no lo contaron.
Pero algo fue. Seguro.

lunes, 13 de diciembre de 2010

Se va Enrique Morente

Para él amanecía cuando el sol ya anuncia su descenso,
el almuerzo se servía a las cinco en punto de la tarde
y los pucheros de Aurora eran bandera.
Del Albaicín viajó hasta el mundo,
billete de ida y vuelta,
cante y morteros.
Y cuando se recluía en el sótano,
con los nietos corriendo por el techo,
podía terminar haciendo misa,
pisando el acelerador de la distorsión
o afeitándole a navaja la barba a un tal Picasso.
Le salían los discos de la chistera,
melena de leónidas,
último espartano del flamenco
a vuelapluma
y biblioteca alejandrina.
Se va Enrique Morente.
Desde Madrid,
donde hoy las ovaciones
sólo abren puertas grandes
en las morgues;
mientras desde Granada
viaja con viento sur de otoño
rumbo hacia el norte
el gorigori
de una casa de Bernarda Alba
en overbooking.
Y yo me quedo,
jodido y descompuesto,
con una invitación pendiente
para compartir albóndigas
y un rato de sus tiempos.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Queda solo media hora

Queda solo media hora y
ya no puedo hacer nada con los dedos.
Sudo y miro al techo.
Ella deambula de un lado para otro,
hablándome de refilón,
sin esperar respuesta,
comentando que su madre
está cada vez más sorda y que su padre
ha prometido escuchar lo que pase por la radio.
Coge mi camisa y vuelve a colgarla en la percha,
uniendo los botones uno a uno,
cada uno con el que le corresponde.
No como yo hice.
Estiro los brazos,
tenso los antebrazos
y me sostengo de puntillas
hasta sentir el dolor en los gemelos.
Ella habla de una casa en las afueras
donde no sé quién se ha ido a vivir
y de un lago donde en verano hay
una barca y se pescan peces enormes.
Junto las manos.
Después golpeo el aire,
suavemente,
sólo marcando el gesto.
Y me miro al fondo en el espejo,
en el hueco entre su cuerpo y sus brazos,
que ha levantado frente al cristal
para pellizcarse los pómulos
y empujarlos con las yemas de los dedos hacia arriba.
Lleva semanas diciendo
que se está haciendo mayor
y se le están desplomando las mejillas.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Medio invierno

Firmamos una tregua que duró medio invierno.
Después la manta que compartimos
fue una red.
Yo era un pez.
Tú puedes ser lo que quieras.
Y pasamos así la otra mitad de aquel enero,
con conversaciones que no lo eran,
con preguntas que no buscan respuesta,
con tardes llenas de noches vacías.
Esto no florecerá en primavera,
pensaba, así al aire,
en plan poético,
como si uno esperara ver crecer flores
en un filete de ternera.
Será por el frío.
O por todo lo que ha pasado,
aunque no queramos hablar de ello.

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Desde la última vez

No puede sufrir quien no sepa
lo que hay detrás,
decía la lección
que nunca quise aprender
porque no podía sujetar
en mi solapa la insignia de su olvido.

Y así de nuevo volví a la casa
en la ciudad que un día
nunca abandoné
porque detrás estaba todo lo
que no debía desaparecer.
Los amigos, el vendaval de risas
y el murmullo de la voz de fondo
que aseguraba
que nada había pasado
desde la última vez.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Pídele a tu mujer...

Pídele a tu mujer que te abrace.
Oculta la cara entre sus brazos.
Dile que te cuente
que en casa
te esperan tus hijos, orgullosos de su padre.
Que todo está bien,
que no pasa nada,
que te quiere.
Pídele que te tape los ojos con las manos,
así, como ella sabe hacer,
en una larga caricia prolongada
desde la nuca hasta la boca.
Dile que te susurre al oído
que lo diste todo,
que sigues siendo el mejor,
que Dios sabe que eres un buen hombre.
Mira al suelo mientras te besa la frente,
los zapatos rojos que lleva,
aquellos que le compraste
en aquella tienda durante aquel viaje.
Y sus pies pequeños,
tan fríos,
donde choca la lágrima.
Dile que os vais a casa,
que te duchas rápidamente y sales,
que te espere.

viernes, 3 de diciembre de 2010

Después de aquel orgasmo

Después de aquel orgasmo
nada volvió a ser igual.
Tú decías que sí.
Yo sabía que no.
De cuajo. Esa era la palabra. No la encontraba.
Como el árbol que arrancó el viento y que vimos allí,
en la cuneta, haciendo autoestop.
De cuajo fue todo. Un crujido. Y volar.
Sí, nada volvió a ser igual.
Por mucho que nos empeñemos en empezar de nuevo
sabemos que si falta una pieza del puzzle no lo podremos terminar.
Aunque sea un trocito de cielo azul. Aunque tenga la esquina de una nube.
No es cuestión de deshacerlo e iniciarlo otra vez. Lo sabes.
Cuando se arranca de cuajo no.
Aquel orgasmo lo cambió todo.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

Cuatro calaveras surcan el mar...

Cuatro carabelas surcan el mar
de la ansiedad
en una brava tormenta de celos.
Y el capitán pirata del navío
amenaza la calma tempestad
llamando a gritos a sus hombres
y ofreciéndoles drogas exóticas
que les ayudarán a soportar
las fiebres de la malaria.

Contaba el cuento cada vez mejor
después de tanto repetirlo
frente al espejo
y sobre todo después de
llegar a creerlo.
Absoluta convicción en mis
palabras cuando hablaba de aquel océano
que ni los más valientes pudieron domesticar.

Narré la hazaña del capitán pirata
que ondeó por error la bandera de los
desarrapados por un exceso de sustancias
alucinógenas. Y se lo creyó.
Y su barco imploró entonces a los vientos
para que soplasen a favor.
Y sus velas quedaron embarazadas por
un viento que lo llevó hasta buen puerto.
Y la historia tenía siempre final feliz.
Y yo sonreía al terminar.