domingo, 5 de abril de 2020

Las cajeras felices




Se había cansado de repetirlo. Durante años. Solía hacerlo ya a esa hora, después al menos de dos copas, en la que se ha cruzado la línea roja de la autocensura, cuando el alcohol relaja el pulso y las inseguridades. Esa era, como decía, la única teoría que él había desarrollado. Probablemente la única que tendría nunca. También era aquello lo único de lo que presumía. Pero eso, entre amigos y conocidos, es cómo esperar verte cambios sorprendentes en tu aspecto mirándote al espejo cuando lo haces a diario. Nadie llevaba el recuento de qué o de qué no presumía cada uno. La teoría, decía él, era tan sencilla que cualquiera podía comprenderla y transmitirla. Ahí radicaba su optimismo. Su valor estaba, en cambio, en que pocas cosas tan sencillas, que son las cosas de verdad importantes de la vida, como también solía repetir cuando las copas subían por encima del par, aportarían nunca tanto a la humanidad. ¡Estamos hablando de la felicidad global!, chillaba exaltado cuando terminaba de explicarla, ya de pie si había estado hasta ese momento sentado o poniéndose de puntillas y abriendo mucho los ojos y los brazos si se encontraba levantado.


Las cajeras de supermercado, decía su teoría, porque cuando empezó a pensarla eran todas mujeres, pueden hacer del mundo un lugar mejor. Ese era el enunciado. Para ello, la desarrollaba, lo único que tienen que hacer es escanear los productos más lentamente y y dar margen a los clientes para meterlos en las bolsas. El proceso es como un duelo. Un duelo multiplicado por infinito porque son infinitas las veces que ese gesto se repite en el mundo cada día. Para él era como ese duelo. Para ellas, lo sabía, pura rutina. Por eso creía en el cambio. A veces, les contaba, dándole énfasis a su teoría, espoleado por el vino, no he podido aún abrir siquiera la maldita bolsa de plástico pegada en sus extremos y ellas ya han pasado todo a mi extremo de la cinta y me están preguntando con cara de te gané si efectivo o tarjeta.

Si fueran más despacio, decía después, ralentizando las palabras, bajando el tono, poniéndose didáctico o lo que él entendía que era ser didáctico, yo saldría del supermercado orgulloso de mí mismo y sintiéndome afortunado con esa felicidad absurda que sientes cuando vas a coger el ascensor y lo encuentras en tu planta. Yo y vosotros, añadía siempre después, señalando con el dedo índice de la mano derecha a los miembros de su audiencia, uno por uno, le estuvieran escuchando o anduvieran hablando entre sí o mirando un videoclip en el televisor sin sonido del bar. Y esa felicidad conquistada, lo remataba, sería transmitida por mí, por ti, por aquel, a ti, a él, a otros, y así brotaría una cadena de contagios, efecto dominó, que se propagaría por el mundo. Para cuando terminaba su alocución estaba pletórico de orgulloso y rojo de entusiasmo y de vino. 

Diez días después de que empezase todo, porque todo es como desde entonces llamaron a aquello que pasó, años después de que nunca le hubieran escuchado o de que si lo hacían se riesen de él, desde el silencio vacío de su dormitorio creó un grupo de whatsapp y los incluyó a todos. Desde que había empezado todo y la vida se congeló llevaba dándole vueltas a la idea. Los héroes sociales, decían los telediarios, y la gente los aplaudía. Y él salía a la ventana a aplaudir también porque allí en la soledad de su apartamento le faltaban ojos y caras que mirar. Le puso nombre al grupo: las cajeras felices. Y dejó margen sin decir nada hasta la mañana siguiente. No quería tener razón. Aspiraba a que se la diesen. A que alguien dijese qué razón tenías, Juan, tantos años contándonos tu teoría, tu única teoría, tú que jamás has presumido de nada, y nosotros sin darnos cuenta y creyendo que eran cosas de bar. Al día siguiente tenía dos memes de ancianas bebiendo whisky, la foto de un negro superdotado y tres mensajes preguntado cortantes que para qué coño ese grupo que si es que no había ya grupos bastantes de mierda o grupos de mierda bastantes, según el enunciado. ¿No lo veis?, les escribió. Las cajeras de supermercado están haciendo del mundo un lugar mejor. Os lo dije siempre. Y se borró del grupo.