jueves, 5 de septiembre de 2013

Quería acercarse y preguntarle...


Quería acercarse a él y preguntarle.
Darle la mano, observarle los ojos
y hablarle.
Pensaba que una mirada bastaría
para que ambos se reconocieran
y supieran que sentían lo mismo,
que no había nada de lo que avergonzarse,
que eran hombres
y que como hombres
serían capaces de seguir adelante.
Quería ir hasta él para saber
si sentía lo mismo.
Si lo peor no era el momento de bajada,
ni el de subida,
cuando otros te ayudan a ponerte en pie de nuevo
y las rodillas tiemblan,
sino el silencio que te chilla
dos días después,
cuando las voces ya no suenan
y te quedas solo recordando la bajada,
la subida,
y toda esa zozobra hasta que por fin desapareces
y te quitan los guantes
y firmas y vuelves a tu coche.
Quería decirle a aquel hombre
que le comprendía,
suplicarle que le hablara,
que se lo explicara,
que necesitaba sentir que era como él.
Que tampoco comería al día siguiente
y que los brazos de su mujer
le resultarían tan extraños, inmerecidos,
que se alejaría de ellos cuando le buscaran cálidos.
Que él también esquivaría durante una semana
la mirada de sus hijos.
Quería explicarle que cada vez que le había
sucedido, sin embargo, había encontrado también
una placidez, un sueño,
una duermevela con los ojos abiertos.
Una paz, extraña, pero una paz a fin de cuentas.
Decirle que al fondo de todo aquello se había
visto tantas noches buenas
y que se recordaba en el dolor intenso de los nervios
no como el púgil que había caído,
sino como el hombre que supo también levantarse.
Quería acercarse a él, a su rival, ayudarle a incorporarse,
pedirle perdón por haberlo tumbado
y preguntarle si después,
cuando las manos ya se hubiesen enfriado,
podrían hablar de lo que había sentido.
Quizá tomando un café.
Como dos hombres que saben lo que es caer
y que saben también que volverán a hacerlo.