Don Luis
se confesaba en fotograma
sin sotana: tengo miedo.
Y con letra mayúscula,
a voz cortante, decía que su lema,
a estas alturas,
era un sincero “estamos bien jodidos”.
Del gris de la tijera a la chispa techicolor de los fuegos de artificio.
Con una barba atrapamigas y un moco asomando a la almorrana.
Los ojos ya pequeños, temblorosos,
las manos todo huesos,
las piernas en barbecho.
Y dos dedos, pulgar e índice,
siempre dispuestos a
enganchar un pedazo de trasero
cuando el cuello,
estrategia repetida, gira la nariz en dirección contraria,
las cejas levantadas,
para mirar las nubes en el televisor plano
de la ventana,
mientras en la entrepierna
un cosquilleo aun agita el alma.
Se fue, a los 89, mire usted,
en un caballo de metal,
sobre ruedas, empujado
por aquellos que en la sombra,
tardes de cine, noches sin tregua,
descubrieron que don Luis
era Berlanga.
Báñese usted en la piscina, señorita.
Pero don Luis, no traje bañador.
Y eso qué importa.
Pero don Luis, es que no hay agua.
Tome usted el sol entonces, que tiene mucha vitamina.
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