El cadáver de mi padre ya no se sentaba a la
mesa,
y los hijos de mis hijas bebían vino de
reserva
mientras la madre reñía al primo lejano
que llegó a última hora, inoportuno,
y se hizo un hueco con el resto.
Mi amante llenaba los vasos
mientras la criada enfriaba la sopa a soplidos
y los perros ladraban en el jardín.
La casa estaba patas arriba desde que allí
se habían alojado las majorettes de la
convención.
Cuando se fueron, no quisimos ya ordenar el
desorden
y entre los bastones y los pompones
colocamos los muebles como pudimos.
Las sortijas de mi madre las lucían las
señoras
que compraron sus baúles.
El retrato del abuelo en la guerra fue archivado
en la basura.
El cadáver de mi padre no se sentó más a la
mesa con nosotros.
Las sábanas que manché jugando con aquellas
bailarinas fueron quemadas en bidones en el
jardín,
donde los perros no dejaron nunca ya de ladrar.
Mis mujeres abandonadas me piden ahora limosnas
cuando llegados los postres mi amante lesbiana
aún no se ha podido tomar la sopa que arde
en el plato.
Los niños descorchan otra botella y yo me
pongo tan nervioso
que me giro para pedirle un cigarrillo a mi
padre
cuando recuerdo que ha muerto
y que su cadáver ya no se sienta a la mesa.